Cuando Totó homenajeó al séptimo arte

Hablar de Cinema Paradiso (1988) supone hablar de la vida misma, del crecimiento personal y del ser humano. Es imposible no reir y llorar durante su proyección, haciéndose indispensable intentar definirla con la única palabra que le hace justicia: entrañable. Es un cine para todos, hecho desde la emoción y desde los recuerdos felices de la infancia. El paso de la vida como recurso literario, que hila el argumento de principio a fin.

Porque cada personaje es entrañable. Cada risa de Totó, cada paso que el niño (o joven) da durante la historia, sirve para ahondar en el corazón del espectador. El loco de la plaza, el rico del pueblo, la madre o el cinematógrafo. Éste último en especial. Ese cinematógrafo ciego que sigue viendo el mundo a través de las frases de las películas que proyectó a lo largo de su vida.

Porque la escena final es entrañable. Donde el protagonista, exitoso director, rememora a través de los recortes de celuloide, pegados y unidos con celofán, el film de su existencia. Porque los pecados, besos y sexo, censurados por el cura representan la conciencia de una época y su evolución. O porque Morricone acompaña la historia.

Y, sobretodo, porque cada fotograma es un auténtico homenaje al séptimo arte. Por todo ello sólo se puede concebir concebir esta obra como un auténtico poema: una oda a la cine.