Puede que fueran los punks en los 70 quienes marcaran el paso a una sociedad más caótica, rápida, embadurnada por la velocidad de los cambios tecnológicos; o puede que fuera en los 80, con eso de la Movida (con mayúscula), cuando España se abriera definitivamente a Europa y al siglo XX (con muchísimos años de retraso). O, incluso, ya en los 90 y la aparición de los videojuegos y la famosa Generación Playstation. Aunque puede que todos estos acontecimientos y sus protagonistas no fueran más que meros actores secundarios en tres décadas, treinta años, tres nombres: los 70, los 80 y los 90. Porque no hay desgracia más grande en el mundo que carecer de denominación, de identidad, el no ser reconocible con una sola palabra o expresión; y que se lo digan si no a los últimos diez años, a la década sin nombre, a la que empezó con el efecto 2000 y terminó con una nueva revolución técnica del cine, con Avatar (2009) de James Cameron.
Y es que el séptimo arte también tuvo su hueco en este periodo; y el español, cargado de subvenciones y con un saco de pretensiones intelectualistas a la espalda, sorprendió marcando una Edad de Oro, quizás la primera, del cine nacional. Nunca las calles de Hollywood aguantaron el paso de tantos españoles camino del Teatro Kodak, soñando con una estatuilla dorada, con los aplausos de las estrellas ya cinceladas en el suelo de Los Ángeles.
Decir Oscar en España es evocar a
Porque el tiempo se preocupará de colocar a Alejandro Amenábar en el altar deíctico que le corresponde, junto a los grandes del séptimo arte, a los enamorados de las proyecciones narradas en milímetros (ya sean en 24 o en otro formato), a los que disfrutan con las ingestas de palomitas y el olor de las salas, a los que no pueden evitar mirar hacia atrás en una película para ver las absortas caras de los espectadores. La estatuilla por Mar Adentro (2004) no se la concedió Hollywood, sino un destino previsor y juicioso. El mismo que anteriormente le encumbró, permitiéndole saltar de un género a otro como el mismísimo Kubrick: thriller, terror o ciencia-ficción.
Y mientras tanto, en ese estrecho margen que separa la fama de la técnica, lo vacuo de lo visible, Los Ángeles también tuvieron tiempo para ensalzar la fotografía y música española; para perderse en el laberinto del fauno y observar el paso de los cometas en el cielo.
Todo para dejar al final lo mejor, para despedir los diez años innombrables. Nunca nadie acertó a perfilar la psicosis tan bien como lo hizo Javier Bardem en No es país para viejos (2007), que supo vestir la paranoia con unos tejanos gastados, una chaqueta roída y un flequillo imposible; darle naturalidad a la locura y dotar a la muerte de una belleza intrínseca, con bombona de aire comprimido incluida. El madrileño huyó y persiguió a la vida en un western moderno, preocupado por fronteras inútiles y leyes sin sentido.
Y Pe y ese grito inolvidable (!Pedrooooo¡) y Cruz. Y la mano de Woody Allen concediéndole la eternidad en una película mediocre, pero con un papel delicioso, no apto para cardiacos. El español y el ingles entremezclados frenéticamente en Vicky Cristina Barcelona (2008); robándole protagonismo a Scarlett Johansson; invitando al espectador a odiar, amar, desear y detestar con ella, a recorrer las calles de la ciudad condal gritando y refunfuñando. Y todo para obtener al final el Oscar y hacer justicia; por haberla obviado tres años antes, cuando interpretó el que fuera quizás el papel de su carrera en Volver (2006), enfundándose los guantes y el delantal de cocina, el de Raimunda, y plasmando en la pantalla el realismo mágico del que hablara García Márquez. Tonos rojos para narrar la muerte y la vida, y el paso de la una a la otra; para decirnos que, cuando el fondo del paisaje se niebla y sólo podemos ver nuestras manos, el resto del mundo sigue existiendo.