Un hipocondriaco sueño francés

Hay una vieja teoría en la literatura -que evidentemente también puede ser aplicada al cine- que dice que todo lo que se intente contar ya ha sido, en algún momento previo, narrado. Pero aunque le cueste a los dogmáticos clásicos, hay historias que sorprenden. Es el caso del film francés Narco (2004) -de los cineastas galos Tristan Aurouet y Gilles Lellouche-.

Gus, el protagonista, es narcoléptico y, cuando sufre sus ataques, no puede evitar soñar con superhéroes. De ahí parte la base argumental, para adentrarnos en lo más profundo de la comedia francesa. Todos los ingredientes más comunes de las tierras galas se entremezclan en el film: la imaginación, el surrealismo y los diálogos incongruentes.

Aunque el guión tiene cierta fuerza, le falta superar ciertos escollos para alcanzar un nivel más aceptable. Algunas escenas, pocas, llegan a rozar el ridículo, y eso pasa factura a la hora de valorar el film en su totalidad.

En cuanto a los personajes principales -y dejando de lado a los patéticos asesinos patinadores-, hay que decir que están muy bien construidos. Además, sería imperdonable no recalcar el papel de Benoït Poelvoorde, quien interpreta de manera perfecta a un loco amante de las artes marciales y de Jean Claude Van Damme.

Al final nos queda una película divertida, excéntrica e hipocondriaca. Apta para esquizofrénicos y todos aquellos que amen el absurdo y educado humor de la comedia francesa.

Una inocente historia de amor

La historia del cine empieza en Francia con los hermanos Lumière y su proyección en 1985 de Salida de los obreros de la fábrica. Desde entonces, el séptimo arte creado en tierras gabachas tiene un "algo especial" que me encandila. No puedo explicar esa atracción fatal, pero he intentado en varias ocasiones analizar el porqué de esta situación.

Las historias que se narran heredan la sencillez y el lirismo de la Nouvelle Vague. Esos años 50, que tanto bien hicieron para el arte, marcaron un antes y un después en la cinematografía. Fue entonces, de manera paralela al movimiento francés, cuando René Clément se atrevió con una narración simbólica del amor: Jeux Interdits (1952) -película que ganó el Oscar, el León de Oro de la Mostra de Venecia y el Premio BAFTA-.

A través de la relación ingenua que mantienen un niño, Michell -Georges Poujouly- y una niña, Paulette - Brigitte Fossey-, el director hereda la sencillez de sus compratiotas para contar una trama que carece de complicaciones, pero que encandila al público a través de la gran fuerza emocional de las imágenes.

Paulette es una niña de cinco años que pierde a sus padres durante un bombardeo en la Segunda Guerra Mundial. La familia huía de París ante la presencia alemana y, en un puente, el perro de la pequeña sale corriendo y ella detrás. Los padres intentan rescatarla y fallecen por los disparos de los aviones enemigos. El pobre can -figura transcendental en el film- también muere, pero Paulette no lo sabe hasta que se encuentra con Michell.

La inocencia es el punto de partida del metraje. Desde ahí, el cineasta trata de arrastrarnos en unos momentos a la crítica social, al simple relato lineal de los hechos y al realismo más abosluto -gran herencia de los italianos-. Pero es un engaño, porque detras de cada escena, de cada gesto de los personajes, se esconde un doble sentido.

En ese punto concreto reside la fuerza de Jeux Interdits. Esta pequeña obrilla maestra se paladea despacio, con gusto, desentrañando cada secuencia con gestos y miradas. Es un recuerdo de la guerra, un canto a la vida, el tratamiento natural de la muerte, etc. Es la simple historia de dos niños, lo único que ocurre: es que la vida -y más aún durante la infancia- no es tan sencilla.


Un aperitivo sobre el Vietnam

La Guerra de Vietnam se ha tratado desde innumerables perspectivas, de ahí que se haya convertido en uno de los estigmas más recurrentes para el cine norteamericano. Robin Williams no se podía perder la fiesta y también tenía que poner su granito de arena, protagonizando Good Morning, Vietnam (1987).

Este film se mueve entre la comedia -su pilar más consistente- y el mensaje dogmático de los arrepentidos ciudadanos estadounidenses de los 80: los malos en esa guerra no eran los soldados norteamericanos, sino los paranoicos mandos intermedios que les mandaron a tal infierno.

La historia narra el enfrentamiento entre un histriónico e irreverente locutor de radio de las Fuerzas Armadas y los superiores que tratan de encadenarlo a la censura del ejército. No hay mucho más. La cinta carece de fuerza y basa su metraje en las estrambóticas voces y muecas del actor.

Esta película debemos asumirla como un aperitivo, un entrante para las grandes obras bélicas sobre este conflicto asiático. Tras visualizar esta baratija de mercadillo, enfrentémonos a Apocalypse Now (1979), Platoon (1986) y La chaqueta Metálica (1987).


Oliver Stone y su nuevo G. W. Bush

Oliver Stone es historia viva del cine. Es verdad, que durante los últimos años pareció haberse sumido en una despectiva Edad Media. Nos abandonó su manera de ver e interpretar el mundo y asumió las directrices que no debía- me refiero a World Trade Center (2006)-.

Pero todo tiene un fin y parece ser que hemos llegado al punto definitivo de ese letargo. Tan sólo digo "parece", porque por ahora sólo podemos guiarnos a traver de los tráilers de su nueva película, W. Ya hablamos en su momento del primero, pero ahora sorprende aún más el segundo. Es fuerza y garra, ironía y destreza narrativa. Es potencia audiovisual, al fin y al cabo, lo que siempre definió a este director.


A la confusión desde la extravagancia

La extravagancia es una de las facciones menos explotadas en el cine. Es cierto que el surrealismo invadió -en cierto sentido- el séptimo arte a principios del siglo XX, pero poco a poco se fue disolviendo en la marejada de vanguardias de entonces.

Por eso, siempre se agradece la originalidad y el sinsentido que algunos filmes pueden llegar a engendrar. El salir de una sala perdido y confuso es muy extraño en los tiempos que corren. En esta dirección, Mulholland Drive (2001) consigue plasmar en la gran pantalla un elemento primordial para la película: la confusión.

Los primeros treinta minutos del metraje son de difícil comprensión, pero cuando el espectador se siente cómodo y cree que controla la historia, David Lynch -el director de la cinta- ataca de nuevo para generar un desconcierto de altos vuelos.

Las secuencias tienen un sentido onírico tan elevado, que el público cree haberse dormido y haber despertado minutos después, habiendo perdido el hilo de la trama. Hay que estar muy atento, porque la película no tiene un único significado. El cineasta invita a cada individuo a participar de la historia y cerrar los círculos dramáticos originados.

Otro de los elementos fundamentales es el silencio. De hecho, la obra se inicia con su presencia y se cierra con su mención -creamos imaginar que son reminiscencias de La casa de Bernarda Alba de Lorca-. Además, los actores juegan con él, lo miman y lo utilizan de una manera muy acertada.


En un país donde los matrimonios son acordados

El estereotipo del cine hindú pasa por constantes bailes innecesariosy besos que nunca fueron. Eso es Bollywood. Pero la magia del séptimo arte también rompe fronteras y permite que Mira Nair -una estudiante de Nueva Delhi que con 19 años consiguió una beca para estudiar Imagen y Sonido en Harvard- dirija una de las obras cumbres de la primera década del siglo XXI.

A la mujer no le hacen falta efectos especiales, ni un gran presupuesto, sólo una historia que contar -la base del cine es el guión y en este caso es muy bueno- y la capacidad adecuada para saber cómo acercar al público occidental una historia que ocurre en la India.

El metraje narra los preparativos de la boda de la hija de una familia acomodada de Nueva Delhi. Una excusa para ahondar en los problemas sociales del país -el papel de la mujer, los abusos sexuales a menores, etc- y adentrarnos en los extravagantes ritos culturales de la región.

La boda del Monzón (2001) cuenta con momentos idílicos y la fuerza de un contraste cultural tan extremo, que las historias de los protagonistas parecen fluir de forma natural hacia su desenlace. No sabemos el destino de los personajes, pero vamos recorriendo un camino que parece que ya conocemos.

La nominación a los Premios Bafta y a los Globos de Oro confirmaron a la cineasta como un potencial del género dramático. Circunstancia que se completó con el episodio India incluido en la película 11'09'01 (2002) -donde también dirige Sean Penn una de las secuencias de mayor carga simbólica del cine estadounidense-.


Más historias de judíos

Cualquier persona que consiga que un españolito -uno de esos a los que cantaba Machado- le acompañe a ver cine húngaro se merece una recompensa. Por ello, aconsejo que es mejor reprimir el deseo de ver este tipo de séptimo arte del Este, que tener que someterte al continuo estigma de ser señalado como el rarito que ve películas "checoslovacas" -estandarte de todo progresista de chaqueta de pana en los años 70-.

Pero el cine Hungaro es tan comercial como el americano o el español. El mismo estilo. Es el caso de Sin destino (2006), una película de Lajos Koltai, basada en la novela homónima de Imre Kertész -ganador del Nobel de Literatura en 2002-.

Todo aquel que se siente en una butaca para ver este film debe saber que es demasiado continuista para ser bueno: más metraje sobre el holocausto. No aporta basicamente nada nuevo, tan sólo una visión optimista de los momentos vividos en un campo de concentración nazi. Una idea bastante buena, pero que se desarrolla poco y sólo al final de la película.

Hasta entonces debemos resignarnos -y aburrirnos en ciertas escenas- a la continua sucesión de imágenes insulsas y un hilo argumental mediocre. Tan sólo algunas secuencias logran el suficiente impacto visual, eso sí, explotando al máximo la crudeza de los brutales trabajos a los que eran sometidos los judíos.

El actor principal -Marcell Nagy-, que interpreta a un adolescente de 14 años, no consigue una fuerza dramática desbordante, sino que sólo roza el aprobado; al igual que Daniel Craig, un reclamo publicitario de cara al público occidental.

Ennio Morricone sí que es uno de los puntos fuertes. No es su mejor composición, pero la banda sonora emociona y tiene ciertos momentos brillantes. Coincidió, además, que en el año de estreno del film, el italiano recibió el Oscar Honorífico.

Más corrupción policial

Cuando Ciudad de Dios (2002) irrumpió en el mercado internacional, los críticos dijeron que era una nueva mirada a la pobreza, un intento por redescubrir la miseria de las favelas. Tanto incidió esta cinta en el cine brasileño, que seis años despúes José Padilha presenta Tropa de Élite.

Este metraje consigue hacer dudar al espectador entre lo que está bien y lo que no. Y es precisamente esta herramienta su mayor logro: el público llega a justificar las torturas y asesinatos de los protagonistas.

De esta forma, los personajes consiguen prender al espectador, generando la empatía suficiente para que estos les perdonen lo que hacen. La principal sensación que desprende el film es que todos los atropellos no son más que un mal menor, una forma de solucionar el verdadero problema de las favelas de Río de Janeiro: la droga.

El director nos presenta a un grupo de policías de élite, el BOPE, cuyo logotipo es una calavera atravesada por un puñal y dos pistolas. A través de estos nos adentramos en la pobreza y ahondamos en la corrupción de Brasil.

La película adquiere un ritmo trepidante al tiempo que avanza la trama. El uso de la voz en off -uno de los instrumentos cinematográficos más difíciles de utilizar y un riesgo que muchos no quieren asumir- hila de manera bastante acertada los entresijos de la historia.

Una cinta muy recomendable y que ya recibió su gran reconocimiento: el Oso de Oro en el Festival de Berlín.